MIS AMIGOS me dijeron que era una película imprescindible y tenían razón. Me refiero a La gran belleza, de Paolo Sorrentino, que evoca en muchos momentos La dolce vita de Fellini por cuanto retrata esa Roma de una alta sociedad entregada al sexo, la droga y los placeres de la ociosidad.
De lo que verdaderamente versa este film italiano es de la imposibilidad de ser felices. Sus protagonistas, como el periodista Gambardella, lo tienen todo pero son profundamente desgraciados. La deslumbrante y eterna belleza de Roma -ciudad donde es imposible huir del pasado- aparece como contrapunto de esas desdichas individuales que, al final, no dejan de ser variaciones sobre lo uno y lo mismo.
Gambardella, remedo del Mastroianni de la película de Fellini, tiene una considerable fortuna, una casa junto al Coliseo, se acuesta con las mujeres que quiere y es el protagonista de todas las fiestas. Pero no puede ser feliz porque sigue amando a la novia que le dejó cuanto tenía 18 años y que se casó con uno de sus amigos. Nada le compensa la pérdida de aquella joven a la que besó por primera vez una noche junto al mar. Y toda su vida se ha preguntado por qué le abandonó.
La herida incurable de Gambardella es la de cualquier ser humano, la de todos nosotros. Yo diría que es el pecado original que provocó la expulsión del Paraíso. Estamos marcados por la ausencia, por el deseo de lo imposible, llevamos una herida que se va lacerando conforme pasan los años y que jamás podrá cicatrizar.
Tal vez esa herida está vinculada al transcurso del tiempo, pero es algo más: es la imposibilidad de recuperar el pasado, la dolorosa certeza de lo efímero, la conciencia de lo que fue y jamás volverá a ser.
El contraste entre la deslumbrante belleza de la vida y su terrible miseria es lo desolador, el drama íntimo con el que tenemos que cohabitar. Pero es lo único que puede dar sentido a nuestra existencia: esa contradicción insalvable entre la inmensidad de lo que nos rodea y la absoluta pequeñez individual.
Sólo nos resta asistir con una cierta distancia al sufrimiento que nos aguarda, que alberga también nuestra salvación si abandonamos toda esperanza y aceptamos como inevitable esa convivencia entre la gran belleza y la angustia de seguir respirando cada día.